lunes, 1 de diciembre de 2008

La pose

Por otra parte, hay muchas clases de pose, tantas como fotografías y fotógrafos, a excepción de aquellas en las que el modelo es sorprendido absorto en su mundo, ajeno a lo que está sucediendo, como tuvo que ser con los personajes en el boulevard de Daguerre. Y, en cualquier caso, intuyo que ocurre inexcusabelmente como quien se vuelve en mitad de la calle con el presentimiento de que alguien observa. Debe de haber un algo que advierte que somos objeto de visión, y entonces recurrimos a la pose.
Se hace evidente la diferencia entre las poses de la moda con respecto a otras que parecen menos retóricas. Las primeras se acercan a un lenguaje estereotipado, que enseguida identificamos y, aunque flagrante, aceptamos con naturalidad. El niño de Cartier-Bresson que carga con las botellas en la rue Mouffetard (1952) recurre igualmente a la suya. Algunos retratos tienen esencialmente pose, de luces y formas resueltas con pulcritud. Por eso me dejan indiferente.
También hay modas en el álbum familiar. Salta a la vista una similitud en el escorzo forzado, cinematográfico, con el que las mujeres —también mi madre—, gustaban fotografiarse en los años sesenta. Mi abuelo vestido de militar justo antes de partir al frente de Larache, apoyándose marcial en la necesaria columna, ante un fondo vegetal indefinido. O yo mismo, con aquellas batas escolares a rayas junto al mapa mundi y el globo terráqueo, doblegado y aturdido por los bofetones del padre Tomás. Van y vienen, las modas, terribles algunas. Todos los fotógrafos tienen la suya, aunque a mi me cautivan cuando dejan escapar una señal imprevisible por donde asomarse y mirar, lo cual no deja de ser, a fin de cuentas, otra forma de artificio.