viernes, 5 de diciembre de 2008

La ressemblance intime

Cada hombre es el arquetipo de un retrato intuido, y su imagen un permanente dejar de parecerse. El parecido ha sido siempre una de las mayores preocupaciones para los retratistas, a sabiendas de que se trata de un grial fotográfico, la quimera de una representación interior.
Todos nuestros rostros son la prefiguración de un rostro último, con el que deseamos confundirnos algún día. De ahí que el parecido responda a un movimiento que comprende dos tiempos: el primero sobre la trayectoria que nos conduce hacia ese retrato veraz, al rostro original; el segundo se inicia con el impulso desdibujado que consume la identidad en los infiernos del olvido, cuando empieza la muerte. En ambos casos se trata de un abandono.

Al parecernos proclamamos necesariamente una abdicación: echamos a un lado nuestro perfil transeúnte para que se transforme, modelando el rictus definitivo, o casi definitivo, el ademán característico e irrepetible, el modo íntimo de mirarnos al espejo o contestar al teléfono. Por eso los hombres de una similitud más personal y extraordinaria son los que se empeñan en arriesgar la convicción del presente en la improbable semejanza, que los acerca impetuosos a su arquetipo primigenio, pero secretamente imposible. "No sé qué fotografía -escribe Antonio Soler en El camino de los ingleses-, de todas las que nos han hecho a lo largo de la vida, sería la que acabaría por definirnos. La que por encima del tiempo diría quiénes hemos sido verdaderamente".
Dejar de estar es dejar de parecerse. La muerte no hace otra cosa que confirmar lo que ya sospechábamos: “así no era”, pensamos al acudir de nuevo a su fotografía, para que el parecido siga entonces adentrándose hasta desaparecer por completo en la memoria. Al morir se perpetúa nuestra búsqueda, no se detiene. Aquello que suponía haber alcanzado su coincidencia, alienta sin embargo cada paso hasta perderse de vista en el retrato, donde la mirada ya no puede distinguirnos.
Foto. Jalón Angel (1898-1976)

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