viernes, 28 de noviembre de 2008

El album

Abrigo una satisfacción cauta ante los grandes viajeros, y sin duda Sebastián Arrondo lo es: ellos se van y yo no, pienso feliz, sin maletas ni trenes ni aeropuertos interminables. Seguro que en el purgatorio hay salas de espera y retrasos y vuelos cancelados y sandwiches y máquinas de café instantáneo y papagayos estridentes repitiendo su cantaleta de adioses y llegadas inminentes. Maxime du Camp, Gustave Flaubert, Théophile Gautier, Sebastián Arrondo... "La fotografía ha eliminado toda sorpresa", argumentó Henry James en The Aspern Papers (1880) denunciando así el incierto futuro de los viajes. Al espíritu del siglo XIX pertenecen igualmente Voyage autour de ma chambre (1794) de Xavier de Maistre y A rebours (1884) de Huysmans, como afortunadas premoniciones del sillón de orejas y los documentales de la National Geographic.

Foto. Maxime du Camp, Egypte, Nubie, Palestine, Syrie (1852)
Cuando Sebas abre el álbum para ilustrar un periplo por los cinco continentes, me doblego respetuoso a sus explicaciones de nómada interino, dejando entrever una congoja amistosa que lo colma de satisfacción. Volvemos entonces a pasar las páginas de álbumes atiborrados de imágenes exóticas, desde el caribe a las playas exuberantes del golfo de Bengala. Sebas busca entonces de soslayo el brillo lánguido de la nostalgia en mis ojos, salpimentando con anécdotas jugosas las últimas imágenes de sus vacaciones.
Y habla con aire despreocupado, como sabe que las circunstancias aconsejan para esquivar cualquier asomo de pretensión en sus palabras, pasando de un fin de semana en Segovia al altercado con un vendedor ambulante de pulseras de cobre en el viejo Istambul con absoluta naturalidad. Por lo demás, su indolencia británica, generosamente imperial, con una coletilla sujeta por un elástico de colorines y el reloj permanentemente abrochado en la muñeca derecha, como si le fuera a ser imposible recordarlo todo, contribuye a prolongar en la terraza de una ciudad despreocupada y morosa el vértigo corporal en las noches de San Francisco, o el perfume fresco de la hoja de té todavía suspendido en el recuerdo a su paso por Sri Lanka. Hace unos meses me mostró la crónica fotográfica de sus Américas, que atravesó desde el Canadá al cono sur inmerso en un verano gélido, probando el atole espeso en Oaxaca, donde aprovechó para visitar a una pariente monja que ejercía el apostolado al ladito mismo, en Salina Cruz, la polvorienta Lima, hasta maravillarse con los enrevesados lenga de la Patagonia, junto al Fitz Roy, durante una excursión inolvidable.
Foto. Mario de Ayguavives, Otro paisaje (2005)
Sebas viaja sin compañía. Su afición a la aventura solitaria y las imágenes le hacen prescindir del signo apriorístico del turista bobo, explica, que apuntala la credulidad de sus ojos con retratos fáciles y precipitados junto monumentos lejanísimos. Kilómetros de viaje y celuloide perfectamente catalogados, en donde el mundo, para este Marco Polo de provincias, ha roto su molde imposible al girar la esquina, huraño y acechante en ocasiones, pero decididamente próximo.
El primer descalabro llegó con una fotografía de Bangkok, en la que unas jovencísimas prostitutas sonríen descaradas a la cámara de Sebas. Al pasar esa página del álbum asomó un rictus entre la indiscreción y el sonrojo, corregido enseguida por un lance de complicidad masculina. Y quise entonces resistirme a la evidencia, al parecido de su fotografía con otra de Xavier Zimbardo que vi, me parece, en un Photomagazine. Opté por soslayar la apabullante coincidencia recurriendo al laberinto inimaginable en el que frecuentemente se adentran los pasos de los hombres.
Foto. Carma Casulá, Djerba, Hara Sghira sinagoga La Ghriba (2007)
Sin embargo, unos meses más tarde, la presencia fortuita de Adriana en una velada de amigos comunes desbarató por completo la costumbre fiel y el aburrimiento inalterable. En el fardo desordenado de fotografías que Adriana había desparramado sobre la mesa reconocí la corteza descarnada del lenga, el regusto afrancesado de Buenos Aires, las fachadas encaladas de Salina Cruz, y aparecieron incluso, sin saber por qué, los celebrados pasteles amargos de Túnez que Sebas conservaba en el dejo del paladar.
Desde entonces, cada vez que Sebas Arrondo me cita en la terraza del paseo para enseñarme las distancias que su cámara sustrajo del olvido, escucho secreto, y más atento que nunca, el relato incuestionable y envidiado de una soledumbre ahogada en los documentales y los folletos publicitarios, las fotografías prestadas y los sueños inflamados.

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